El metal es el elemento que me recuerda que todo cambia. Que nada se queda quieto. Que incluso lo más firme, lo más sólido… puede transformarse.
Y sí, hubo una etapa en este camino en la que tuve que dejar que muchas partes de mí se fundieran. Que se quemaran en el fuego del cuestionamiento, de la pausa, del “ya no soy la misma”.
Tuve que reconocer que algunas estructuras internas ya no me sostenían, que había formas de hacer, de pensar, de crear… que me estaban quedando chicas.
Porque transformarse no es solo elegir un nuevo camino. Es aceptar que el anterior ya no te queda. Es soltar lo que fuiste, sin tener todavía muy claro quién eres de verdad.
El metal me enseñó a estar dispuesta, a dejar que la vida me moldeara. A que ella, fuera mi maestra. A no resistirme a los golpes, sino aprender a templarme en ellos. Me enseñó a abrazar la resiliencia, no como una obligación de ser fuerte, sino como una danza entre la sensibilidad y la firmeza. Entre la aceptación y la elección.
Aprendí que adaptarme no significaba traicionarme. Que podía mantener mi esencia, incluso si mi forma cambiaba.
La transformación no es perderme… es, en realidad, volver a encontrarme desde otro lugar.
El metal también me enseñó a afilar mi voz. A poner límites. A sostenerme con más claridad. A pulir las partes de mí que necesitaban más foco y menos juicio. Y aunque hubo momentos en los que sentí que me quebraba… en realidad, me estaba moldeando.
Transformarse es un acto de valentía. Y estar dispuesta a hacerlo, una y otra vez, es una revolución infinita. Porque no vinimos a ser estatuas, vinimos a ser materia viva.
Vinimos a transformarnos las veces que sean necesarias para cada vez ser más nosotras mismas.